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Friday, August 24, 2018

Graciela Palau de Nemes, una cubana amiga y discípula de Juan Ramon Jiménez.

La Universidad de Maryland tiene una larga tradición en estudios hispánicos y latinoamericanos. Una profesora cubana fue una de las pioneras en su creación. Ella fue amiga y alumna de Juan Ramón Jiménez cuando enseñaba en esa institución, y también fue responsable por la visita de Borges, Dámaso Alonso y otros escritores hispanos. Esta entrevista es un recuento de aquellos inicios.

Por Olga L Miranda











“Todo me vino por casualidad, pero yo nací para eso”
Entrevista a Graciela Palau de NemesY Melissa González-Contreras & María Cristina Monsalve
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¿Qué es lo mejor de ser profesora?
Es una linda profesión. Es hermoso poder transmitir conocimiento y poder comunicarlo, aunque una nunca para de aprender en la misma profesión de la instrucción. A la misma vez, siendo profesora yo me sentía que podía ayudar a los estudiantes. Y desde muy joven empecé a apasionarme por la literatura, al principio por la poesía sobre todo.
Yo me hice profesora por pura casualidad. Me había graduado de un colegio universitario en Vermont, tenía una beca. La Segunda Guerra Mundial empezó y fueron a ofrecernos trabajos a todos los colegios de mujeres. Me ofrecieron trabajar en un laboratorio. Yo les dije que no sabíanada de Ciencias, pero me dijeron que no tenía que saber, que ellos me iban a entrenar. Conmigo fueron ocho compañeras y cuando llegamos a Baltimore, nos llevaron a los laboratorios, no lo sabíamos entonces, pero iban a entrenarnos en cómo hacer alcohol para el gobierno. Vinieron también más o menos el mismo número de estudiantes varones que estaban haciendo la maestría o el doctorado en universidades de Estados Unidos. Los reclutaron para ponerlos en los laboratorios y si iban al frente, irían como tenientes.
Te voy a decir lo que pasó: todas nos casamos con esos muchachos que estaban haciendo la maestría o el doctorado. Fue toda una generación que se casó en tiempos de guerra.
y Esta entrevista ha sido editada y revisada con delicadeza y especial dedicación por Mariluz Bort, estudiante graduada conocedora e investigadora de la vida y obra de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí.
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¿Cómo fue su llegada a la Universidad de Maryland?
Nosotras nos graduamos en el ’42. Como se habían llevado a todos los estudiantes de 18 años en adelante, cuando la guerra terminó, fue una época bellísima en los Estados Unidos, pues toda la gente quería ayudar. No tienen idea del heroísmo y de la fidelidad de la gente de Estados Unidos ante esa guerra.
Mi marido estaba haciendo el doctorado en la Universidad de Maryland, se graduó previamente en Cornell. Vivíamos en Baltimore como referí antes. Así que veníamos desde Baltimore en la Greyhound –que siempre se dañaba a mitad del camino– porque durante la guerra no se podía comprar un automóvil: todo estaba paralizado, no hacían nada, todo era la guerra.
Mi marido se levantaba a las cinco de la mañana para llegar a la Universidad de Maryland a las ocho. Un día yo fui a pasar el día en la universidad, y el profesor que era el mentor de mi marido, me preguntó si yo tenía un diploma universitario. Le dije que sí y me dijo que fuera a solicitar un trabajo allí. Le dije que tenía experiencia como profesora, entonces me preguntó si podría enseñar español. Le dije que sí y me dijo que aplicara. Mi marido me animó también. Necesitaban a profesores en la universidad; pues, al terminar la guerra,
a todos los soldados les dieron becas para asistir a la universidad y formarles. Sin embargo, me ofrecieron poco dinero. Yo, que venía de las oficinas de laboratorio y que nos pagaban un buen sueldo, le dije al mentor de mi marido: “Señor, yo no trabajo por ese dinero. Eso no vale la pena”.
Antes de empezar el año académico me mando a decir que habían subido el sueldo. Entonces me decidí a ir. Me entregaron una gramática de español y me mandaron a un salón lleno de soldados que me doblaban la edad. Yo tenía miedo, era jovencita, me acababa de casar. Al principio no fue fácil enseñar, de hecho, en las primeras no tuve éxito, pero mi marido me apoyó y me dio consejos. Y me convertí en una buena maestra.
Después de esto, ¿usted siguió estudiando en la Universidad de Maryland?
Entonces, a la vez que yo enseñaba, me ofrecieron continuar mis estudios graduados y yo estudié el máster y luego, el doctorado. Eso fue determinante en mi vida.
Por aquel entonces, cuando salía de una de las oficinas del edificio de lenguas, conocí a la mujer de Juan Ramón Jiménez: Zenobia Camprubí (“de Jiménez”, como me dijo entonces). Hablamos por un rato y me dijo que su marido: Juan Ramón Jiménez, estaba dando cursos de doctorado en la
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Universidad. Yo pensé, “Dios mío tú me habías destinado aquí para que conociera a Juan Ramón Jiménez”. Él es el poeta más grande del siglo XX y yo había aprendido a leer con sus poemas cuando era niña y estuve en la escuela en Cuba y Puerto Rico.
En Puerto Rico, yo tenía familia por parte de padre; y una de mis tías, que era maestra, me animó a solicitar una beca para estudiar en una escuela estadounidense, que fue cuando me fui a Vermont.
Entonces usted conoció la poesía de Juan Ramón Jiménez y luego al poeta en persona, ¿cómo se dio ese encuentro?
Tengo que decir que mi padre era ciudadano americano, nacido en Puerto Rico, era bilingüe y tenía un gran comercio, era contable pero también trabajaba en el teatro y doblaba películas. Así que le dieron un empleo para ir a México. Allí conoció a mi mamá y se casaron. Con la Revolución mexicana, se mudaron a Cuba y allí nací yo. Cuba era preciosa.
Yo asistí a la escuela allí. En primer y segundo grado había que estudiar poesía: Darío, Jiménez y Martí. Yo me aprendía la poesía y me decían que la recitaba bien. Pero la poesía que a mí más me gustaba era la de Juan Ramón Jiménez. Me encantaba, me sabía toda su poesía.
Después, en Cuba hubo un ciclón con el que perdimos todo lo que teníamos. El director de la escuela en Cuba me preguntó si era ciudadana estadounidense. Le dije que sí y me dijo: “Ustedes no tienen que quedarse aquí, se pueden ir”. Salimos en un barco con otra familia y nos llevaron a Puerto Rico.
En la isla, no sabía que yo me encontraría por primera vez con Juan Ramón Jiménez, pues coincidió que él vino a visitar la escuela (Juan Ramón estuvo allí un tiempo durante su exilio). Estuvo en el salón de clases donde yo estaba y allí recitábamos sus poemas. Yo no podía creerlo. Siendo una niña, ya su figura se me imponía. Estuve muy nerviosa ese día, casi incapaz de articular palabra.
Ocurrió así: en Puerto Rico, yo tendría que haber estado en la High School y un día la maestra nos dio a leer todo lo que yo ya había leído de Juan Ramón en Cuba. Al otro día, Juan Ramón entra en el salón de clase. Yo lo reconocí enseguida. Vino el señor, se sentó en frente de mi pupitre y entonces, la maestra dijo: “Este es el autor de Platero y yo”. Yo no pude abrir la boca. Por la noche le dieron una gran recepción, y yo no, seguía sin poder abrir la boca. Yo quería llorar pero no me atrevía porque estaba parado enfrente de mí.
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Después, cuando vine a la Universidad de Maryland para trabajar y estudiar, resultó que Juan Ramón Jiménez y su mujer eran profesores. Ellos vivían cerca de mi casa, en Riverdale. Yo le conté a Juan Ramón Jiménez toda mi trayectoria y lo que sabía de él y cuándo habíamos coincidido. Me matriculé en todos sus cursos. Allí comenzó la amistad.
Zenobia me dijo: “¿Por qué no vas a casa? Aquí él está dando la clase pero en casa tú podrías venir por las tardes”. Empecé a ir los martes y jueves. De esta manera, Zenobia también podía ir a Washington a ver a sus amistades y asistir a diferentes organizaciones mientras yo estaba con él. Hablábamos de literatura y me ayudaba con las clases. Aquí entonces no había estudios de literatura hispanoamericana, tenían lo que llamaban literatura gauchesca, literatura indigenista. Estos eran los cursos que se daban. Entonces yo quería hacer una tesis sobre la literatura hispanoamericana y Juan Ramón me dijo que me ayudaba. Así
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que durante el año académico yo iba martes y jueves a su casa ya que enseñábamos los mismos días: lunes, miércoles y viernes.
Como persona, ¿qué es lo que más recuerda de Juan Ramón Jiménez? ¿Cómo era él?
Era una persona normal, muy sensible, pero no sé cómo decirlo, ¡cuánto aprendí de él! Te hablaba del mundo, te hablaba de las literaturas del mundo entero. Yo creo que es el poeta más representativo del siglo XX. Juan Ramón escribió poesía amorosa sensual, sensualísima. Cuando conoció a Zenobia que era una mujer graciosísima, bilingüe, muy activa, se enamoró de ella. Su poesía cambió entonces, y se dedicó a la búsqueda de la “poesía desnuda”. Desde entonces, Zenobia fue toda su poesía.
Zenobia Camprubí tenía descendientes americanos, italianos y puertorriqueños y vivieron muy bien, con temporadas en el estado de Nueva York. Como su padre era un ingeniero español, volvió a España y ahí conoció a Juan Ramón. Él ya estaba viviendo en una residencia de estudiantes. Zenobia se enamoró de Juan Ramón, pero la madre no quería que se casara con él cuando tenía otros pretendientes prestigiosos. No obstante, vinieron a Nueva York y se casaron, creo que aquí no necesitaban el permiso.
¿Y el rol de él como maestro? Usted dice que se aprendía muchísimo con Juan Ramón Jiménez, ¿Qué características tenía él como maestro?
Él conocía la poesía del mundo entero. Entonces nosotros no teníamos un edificio propio en la universidad, dábamos clases en Francis Scott Key, ese era para las lenguas, y en el tercer piso estaban las oficinas. Él nunca usaba la pizarra, sacaba la silla de enfrente de la mesa, la acercaba y se sentaba enfrente de nosotros. Nos daba cursos sobre la poesía femenina hispanoamericana, sobre el modernismo, y te relacionaba todo.
Juan Ramón se parecía a uno de los hombres del cuadro “El entierro del Conde de Ordaz”, un retrato famoso español, y “El caballero de la mano en el pecho”. No era muy alto, era delgado, siempre estaba bien vestido y vestía de negro... chaleco, corbata ancha, pelo gris, siempre pulcro. Y siempre me pareció el hombre de estos cuadros, un caballero español como el Quijote. Siempre pienso, qué suerte haberme encontrado a este hombre en mi vida, era generoso. A veces también me regañaba. Si me entretenía, Juan Ramón me regañaba por llegar tarde y estar perdiendo el tiempo.
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¿Y llegó Juan Ramón a dirigir su tesis?
Él me ayudó con el trabajo de máster. Yo escribí sobre un escritor hispanoamericano y Juan Ramón me puso en contacto con él.
Un día le dije, “Quiero hacer la tesis del doctorado sobre usted”. Y me dijo, “Muy bien, pero nada de ponerme por los cielos. Usted sea justa”. Aún tengo la carta que me escribió diciéndome cómo debería ser. Yo sabía mucho de él porque él me contaba de su vida, me pasaba las tardes en su casa. Aunque yo no escribía enfrente de él, pero cuando llegaba a casa escribía todo lo que él me había dicho para que no se me olvidara. Él quería que escribiera una cosa justa, sin alabanzas ni engrandecimientos. Él me dirigió la tesis que hice sobre él: “Vida y obra de Juan Ramón Jiménez”, pero no estaba cuando la defendí.
Ellos vivían aquí y entonces ellos fueron a la Argentina. Él era un hombre depresivo y a menudo estaba en el hospital. Yo también lo iba a ver al hospital. Y recuerdo que una vez lo invité a comer a mi casa. Mi marido como no hablaba español, estuvo hablando con Zenobia en inglés; a la vez, yo hablaba en español con Juan Ramón.
Nos interesa mucho el papel que usted jugó en el Departamento, pero también su espacio como mujer en la Academia de esos años. ¿Cómo fue ese tiempo?
Las mujeres que trabajaban ahí eran mujeres esposas de doctores, mujeres que tenían medios. Qué buenas fueron, cómo me empujaban y cuando yo hacía algo porque me parecía que era necesario, ellas me decían qué hacer para establecer los cursos y poder levantar el departamento. Eran extraordinarias, y el jefe del departamento me permitía hacerlo.
El departamento no era de literatura hispanoamericana, pero eso fue cambiando. Cuando se enteraron en Washington, que nosotros teníamos un programa completo de literatura hispanoamericana, cada vez que venía un escritor famoso a la ciudad, me llamaban. Me acuerdo cuando vino Borges me llamaron y me dijeron: “Mira Graciela tengo a Borges aquí y tengo un programa para todos los días excepto para el primero”. Le dije que lo trajera sin pedir permiso a nadie. Fui a donde todos los profesores de español y les dije: “Denle de asignación a sus estudiantes leer una obra de Borges”. Llevé a otros profesores y a los estudiantes graduados. Borges todavía veía. Estuvo aquí desde las once de la mañana a las seis de la tarde, fue a tres clases de español y lo invité a un salón que había cogido en la biblioteca McKeldin e invité a otras clases de español. Un estudiante le hizo una pregunta sobre Edgar Allan Poe y nos dio una conferencia de una hora sobre Edgar Allan Poe sin pagarle un centavo. Por la noche lo invitaron a la embajada argentina. Luego, vino Borges
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por segunda vez a Washington cuando ya estaba casado. Mi hermano era director de un departamento en la Biblioteca del Congreso, me llamó y me dijo que fuera a la conferencia. Salimos de la conferencia y él estaba con esta mujer con quien se había casado y ella me preguntó por un lugar para almorzar. Yo les dije que los invitaba. Fuimos Borges, ella y dos o tres personas más. En otra ocasión que también vino y estuvimos celebrando en la universidad, facilité a una de las estudiantes que iba a hacer una tesis sobre él, que se sentara a almorzar con él.
En otra ocasión vino Dámaso Alonso, yo lo llevé a ver la casa de Juan Ramón. Dámaso era muy sencillo. Vinieron mujeres como Ana María Matute, vino Carmen Laforet, Octavio Paz un par de veces... A toda esta gente yo la llevé a la Universidad de Maryland sin que me cobraran un centavo... Vinieron todos los grandes.
Si era difícil entonces para una mujer latinoamericana entrar en la Academia, ¿cuán difícil era para la Literatura Latinoamericana entrar en la Academia?
Muy difícil, la literatura latinoamericana no estaba valorada en aquel entonces. Daban cursos de peninsular y un curso de literatura gauchesca y literatura indigenista y nadie
los cogía. Me dijeron que por qué no ofrecía yo otros cursos, los empecé a organizar y los estudiantes empezaron a cursarlos. Así hasta que tuvimos un programa completo y yo era la única que los enseñaba. Era un placer enseñar, los estudiantes son como hijos de uno, queridísimos.
Yo lo disfruté inmensamente y el jefe del departamento que también era mi vecino, conocía bien a mi marido, me dejaba hacer cualquier cosa que le dijera. Y los mayores me decían lo que tenía que hacer para que eso se hiciera oficial. Yo a veces no me daba cuenta de lo que estaba haciendo, para decir la verdad, me divertí muchísimo.
¿Cuál era la respuesta de los estudiantes de entonces?
Como la Universidad no estaba muy organizada, cuando venía una persona famosa yo compraba refrescos y en el salón había una mesa. Los estudiantes venían a ayudarme a poner la mesa. Yo traía los platos, la comida y todo y ellos me ayudaban a servirla, a limpiar. Las niñas entonces se vestían con faldita plisada y suéteres mellizos. Los varones se vestían con corbata, camisa blanca y pantalones. Esos estudiantes, ¡qué maravilla de estudiantes!, me ayudaban en todo lo que había que hacer, ¡qué queridísimos estudiantes!
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En el Departamento de Español se le recuerda con mucho cariño, por toda su dedicación y porque el Departamento siempre era lo primero para usted.
Cuando nos iban a dar el edificio de lenguas, tramité todo el proceso para que le dieran el nombre de Juan Ramón Jiménez. Tuve que conseguir autorizaciones y me
dieron el permiso. Lo recuerdo como algo muy bonito, (al igual que cuando propuse al escritor para el premio Nobel).
A mí me conmovió cuando en el departamento, me celebraron los noventa años. Eyda Merediz fue quien organizó la celebración y homenaje. Y cuando puedo, intento acercarme todavía a algún evento.
Yo me paso la vida dándole gracias a Dios, I loved my work, I loved it. Todo me vino por casualidad, pero yo nací para eso.
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Publicado por ANIMAL DE FONDO
Revista de estudiantes graduados Departamento de Español y Portugués School of Languages, Literatures, and Cultures University of Maryland, College Park 

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